Sangre, churros y aguardiente
Dicho y hecho: de la noche a la mañana se levantó frente al paredón una caseta algo más modesta que la de la plaza, pero que servía con la misma eficacia las copas de orujo, los churros y el anisete al aterido público para que confortase la espera. Así animados, los espectadores pasaban un buen rato viendo caer a las víctimas una tras otra, y podían aguantar mejor la frialdad de las mañanas vallisoletanas, acortando el tiempo entre su llegada y el tiro de gracia con el que se despedían hasta el día siguiente.
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| por | Lugares de represiónEn los altos de San Isidro de Valladolid, las madrugadas son frías incluso en pleno mes de agosto. El año 1936 no fue una excepción, de manera que los que salían a la calle a las horas del alba tenían que abrigarse para no pasar frío.
Las cascajeras estaban situadas en las afueras de la ciudad y había que caminar un rato en la oscuridad para llegar a la hora del espectáculo, que solía ser a las seis de la mañana. Con las primeras claras, los espectadores escuchaban los motores de los vehículos que transportaban a los condenados.
De inmediato aparecían los camiones y los coches de escolta por la cuesta que une la Plaza Circular con los altos de San Isidro, y dirigiéndose al paredón comenzaba el espectáculo.
Valladolid era en 1936 una ciudad más bien pequeña en la que todos se conocían. Cuando las víctimas bajaban del camión, los grupos de espectadores, hombres, mujeres y niños, intentaban reconocer a los condenados y se producían todo tipo de comentarios, la mayoría de ellos muy poco compasivos.
El reconocimiento de alguna personalidad pública se comentaba a voz en cuello, señalándola unos a otros para que no hubiera confusión. El máximo interés se centraba en la forma con que estos personajes conocidos se enfrentaban a la muerte. Después se comentaba como se comenta la faena de un torero y la muerte de un toro en la plaza. “Fulano estuvo valiente” “Mengano dirigió la palabra a los presentes” “Zutano, tan bravucón él, no se tenía en pie…”.
El colmo de la expectación se producía cuando entre las víctimas había alguna mujer. Todos querían analizar hasta el más mínimo detalle, que después difundirían por la ciudad: que Vicenta Bermejo se había vestido con el traje de novia para su fusilamiento; que las Doyagüez, madre e hija, iban maquilladas… todos los detalles se saboreaban, se desmenuzaban y se estudiaban hasta la extenuación.
Parece increíble que se hablara así de personas a las que fusilaban, personas a veces conocidas que caían al suelo ensangrentadas, tiroteadas, muertas ante los ojos de los curiosos como si se tratara de una representación teatral que nada tuviera que ver con la realidad.
Los fusilados de San Isidro habían sido sometidos a juicio, casi todos acusados de “rebelión militar” y de “ayuda a la rebelión”. Bien sabían, tanto los jueces que les condenaban a muerte como los espectadores que madrugada tras madrugada asistían a solazarse con el espectáculo de la ejecución, que en realidad eran simples vecinos, civiles desarmados, inocentes de semejantes cargos que los acusadores les endosaban. Eran personalidades públicas, políticos elegidos en las urnas, sindicalistas, intelectuales, obreros concienciados, funcionarios… en total, cerca de 500 personas perdieron la vida en ese lugar, justo donde hoy se encuentran las pistas deportivas de un colegio público.
Para llegar hasta allí, la mayoría de la gente atravesaba la Plaza Circular y tomaba el Paseo de San Isidro, donde todavía no se había construido el túnel. En la Circular había una churrería que abría de madrugada para servir a los trabajadores y a los trasnochadores la copa de aguardiente y los churros con que unos comenzaban la jornada y otros la cerraban. El establecimiento era una humilde caseta de madera que de repente multiplicó su clientela gracias al desfile de gente que se dirigía al lugar de ejecución y se detenía allí, tentada por el apetitoso aroma de los churros. Era cuestión de tiempo que cualquier listo concibiera la idea de copiar el negocio.
Dicho y hecho: de la noche a la mañana se levantó frente al paredón una caseta algo más modesta que la de la plaza, pero que servía con la misma eficacia las copas de orujo, los churros y el anisete al aterido público para que confortase la espera. Así animados, los espectadores pasaban un buen rato viendo caer a las víctimas una tras otra, y podían aguantar mejor la frialdad de las mañanas vallisoletanas, acortando el tiempo entre su llegada y el tiro de gracia con el que se despedían hasta el día siguiente.
Después podrían leer en el café El Norte de Castilla, en cuya sección “Han sido ejecutados” se daba cuenta exacta de las víctimas diariamente, y con la autoridad que confiere el haber sido testigo en primera fila, ampliar, comentar y hasta rectificar cada detalle con los amigotes.
La churrería hizo un buen negocio hasta que la autoridad competente, por supuesto militar, exhortó a los ciudadanos desde las página de El Norte a que asistieran con más discreción a las ejecuciones, aunque eso sí, éstas siguieron siendo un espectáculo público y gratuito, además de ejemplarizante para muchos ciudadanos de Valladolid.
El Norte de Castilla del viernes 25 de septiembre de 1936 publica el siguiente Bando Oficial:
Por el Gabinete de Censura y Prensa del Gobierno civil, se hace pública la siguiente nota:
Uno de los fines principales que se propuso alcanzar el glorioso movimiento a que se ha lanzado el Ejército español, secundado con todo entusiasmo por el pueblo sano, es indudablemente el de la educación ciudadana en todos sus aspectos. Y uno de éstos es la nobleza de sentimientos y la generosidad para con el vencido.
En estos días en que la justicia militar cumple la triste misión al dar cumplimiento a sus fallos, de dar satisfacción a la vindicta pública, se ha podido observar una inusitada concurrencia de personas al lugar en que se verifican estos actos, viéndose entre aquéllas niños de corta edad, muchachas jóvenes y hasta algunas señoras. Son públicos, es verdad, tales actos, pero la enorme gravedad de los mismos, el respeto que se debe a los desgraciados, víctimas de sus yerros, en tan supremo trance, son razones más que suficientes para las personas que por sus ideas, de las que muchas hacen ostentación, deban abrigar en sus pechos la piedad, no asistiendo a tales actos, ni mucho menos llevando a sus esposas y a sus hijos. La presencia de estas personas allí dice muy poco en su favor; y el considerar como espectáculo el suplico de un semejante, por muy justificado que sea, da una pobre idea de la cultura de un pueblo.
Por esto precisamente, es de esperar de la nunca desmentida hidalga educación del pueblo de Valladolid, que se tendrán en cuenta estas observaciones.
Valladolid, 24 de Septiembre de 1936