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Disculpe, estoy haciendo memoria

Álgebra y logaritmos en las tabernas de San Andrés

Después del golpe militar, los sublevados cargaron todo el peso de la represión sobre aquellos a quienes más temían y odiaban. Entre estos estaban los intelectuales de izquierdas y las personas dedicadas a la docencia. La represión se cebó especialmente en el colectivo de maestros.

El Magisterio era una de las joyas de la República, que conocedora de la importancia que tiene la formaciòn de los ciudadanos, se había volcado en su mejora a todos los niveles.

Miles de profesionales conformaban el cuerpo de maestros, dedicado a formar a los nuevos ciudadanos en las escuelas laicas, modernas y gratuitas que se construyeron por todo el país. Este paso de gigante en la enseñanza tuvo desde su comienzo enemigos peligrosos, siendo el principal la iglesia católica, que había detentado la primacía absoluta de las enseñanzas elementales en sus colegios religiosos, donde se formaban las élites.

Para los demás niños, los de las clases desfavorecidas, quedaban las escuelas públicas, que en aquellos años anteriores a la II República solían estar instaladas en locales miserables, atendidas por maestros mal pagados, desmotivados y muchas veces obligados por necesidad a ejercer otras profesiones.

En las zonas en que la sublevación triunfó pronto, como es el caso de Valladolid, los nuevos (e ilegales) poderes se apresuraron a tomar la enseñanza en sus manos; y para ello se constituyeron unas Comisiones de Depuración cuyo objetivo era destituir y expulsar de la profesión a todos aquellos enseñantes republicanos, afectos al republicanismo o sencillamente no afectos al nuevo régimen.

Para llevar adelante este propósito, las Comisiones revisaron a los maestros uno por uno, expulsando a miles de ellos de la carrera para siempre, quitándoles la posibilidad de volver a ejercer.

Muchos maestros acabaron en la calle debido a este procedimiento inquisitorial, aunque no fueron los más perjudicados. Otros muchos fueron detenidos y condenados por su adscripción política, aunque lo peor de todo fueron los casos de maestros asesinados y desaparecidos. En nuestra provincia hay bastantes casos de éstos, todos ellos terribles.

Pero ¿qué fue de aquellos maestros depurados, expulsados de su puesto y vetados a perpetuidad? Algunos daban clases particulares de tapadillo en sus casas; otros buscaron otra profesión, con más o menos suerte, pero eran tiempos difíciles y el nuevo estado estaba decidido apartar a un lado a los estigmatizados por su estancia en prisión o por su expulsión profesional, y estos lo pasaron realmente muy mal.

A finales de los años 70, los estudiantes de los institutos prácticamente no habíamos oído hablar de la Guerra Civil y menos todavía de los represaliados. De éstos debía haber entonces en Valladolid cientos. ¡Qué lástima!

En el barrio de San Andrés, muy cerca del mercado de la Plaza de España, había un par de tabernas oscuras donde se vendía vino. Una de ellas estaba situada en la calle Vega, muy próxima a Hostieros. Era más bien una bodega donde se despachaba vino, muy oscura y muy sucia. Las mesas eran toneles, y una serie de viejos se sentaba en taburetes de madera a lo largo de las paredes.

Fui allí acompañando a unos amigos mayores que estudiaban ya en la universidad. Iban a que uno de aquellos viejos les resolviera unos problemas de matemáticas que se les habían atravesado.

Bajo la luz de una bombilla, un anciano consumido les “hacía los deberes” sin muchas explicaciones. Mis amigos le recompensaban con vasos de vino. Recuerdo que era muy mayor, con boina y gafas; muy callado.

La escena me impresionó porque era impresionante. Aquel hombre escuálido y serio se inclinaba sobre el cuaderno colocado encima del tonel, y sacando un lapicero de su bolsillo, se ponía a resolver álgebras y logaritmos sin dudas, en silencio, totalmente concentrado, a veces con un cigarrillo apestoso en la boca. Mis amigos observaban la resolución de los problemas en silencio, y de vez en cuando le detenían con alguna pregunta a la que él a penas contestaba a media voz.

Pregunté a unos y a otros por el origen y la historia de aquel matemático arrumbado, y por fin acabé por localizarlo en “su trabajo”. Resultó ser un personaje conocido en la ciudad, sobre todo en la zona del centro, ya que se dedicaba a la venta de cacahuetes en un bar situado en la calle Zúñiga al que nosotros conocíamos como “El Socialista”, mientras que los más mayores, los de San Andrés, lo llamaban “El Porroncillo”.

Don Alejandro había conseguido “colocarse” en aquel bar vendiendo puñados de cacahuetes a los parroquianos, que solían consumir un vinillo clarete en porrón. No sé qué sacaría don Alejandro de aquel negocio tan endeble, pero allí se mantuvo durante muchos años. Cuando el bar cerraba, él se retiraba hacia el barrio de San Andrés y visitaba la taberna donde yo lo conocí.

Alejandro Alonso Valdeolmillos había nacido en Valladolid el día 3 de mayo del año 1894. Estudió mucho y se hizo Perito Mercantil y más tarde Maestro de Primera Enseñanza. Tras ganar la oposición al Cuerpo de Maestros, ejerció en Boo (Asturias) y en otros municipios asturianos. En 1937 fue depurado, expedientado y expulsado de la carrera a perpetuidad. Además estuvo encarcelado, y a causa de todas estas circunstancias nunca volvió a ejercer la enseñanza. Después de todas estas peripecias regresó a Valladolid, aunque ignoro en qué año pudo ocurrir esto.

Para poder comer compraba cacahuetes al por mayor y los vendía por las calles. Después pasó a vender en “La Ferroviaria” y en “El Socialista” de la calle Zúñiga, donde continuó hasta que no pudo más. Vivía solo en una pensión de la calle Hostieros, una zona donde vivían otros represaliados que se buscaban la vida por los alrededores de los mercados y del Campo Grande.

Don Alejandro consiguió una pensión asistencial, de esas que se conocían como “de vejez”, de 400 pesetas. Con esto conseguía pagar una cama en la pensión. Vivió con esta precariedad hasta su muerte. Me imagino que moriría solo, tal y como vivió. No llegó a ver ningún reconocimiento, ni oyó hablar de la dignificación de las víctimas. Imagino que ni se le pasaría por la cabeza la idea de que él mismo sería recordado en un medio de comunicación por la injusticia que le arruinó la vida.

Lo dicho, una lástima.

 
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