Adolfo Suárez, el alien de la Marca España
Tenemos el placer de contar con un nuevo colaborador. Rafa Cid. Analista político, polifacético, periodista de investigación (Premio Ortega y Gasset en 1987) y libertario desde muy joven; que nos ayudará a entender los entresijos que se produjeron desde el franquismo, su continuidad (Transición), hasta la actual socialdemocracia. Nace en Madrid en 1946. Estudió periodismo, Derecho, Economía y Filosofía y Letras.
Forma parte, en la clandestinidad, de Acción Directa que se transformará, en 1975, en Acción Anarcosindicalista.
Participa activamente en la reconstrucción de CNT. Redactor del órgano confederal CNT (1976-1978). Responsable del portavoz de la Regional Centro, Castilla Libre (1976- 1978), promotor y coordinador de Historia Libertaria (1978-1979), director revista Crisis (1995).
Publica en la Prensa Alternativa. Redactor y colaborador de Apoyo Mutuo, Libre Pensamiento (1997), Red Libertaria (2002), Rojo y Negro (1991-1992), Vitamina de Ermua (2002).
En la actualidad sigue participando en la Prensa Alternativa, colaborador del Ateneo La Idea, (http://www.cgt.info/stap/index.php), prólogo de “la Ficción Democrática” (http://www.memorialibertaria.org/va...), editado por la Linterna Sorda, programa de radio ”El Vaivén” (http://www.radioklara.org/radioklar...), emitido desde Radio Clara y asiduo conferenciante.
La transición española se basó en la mentira, la impostura y el culto a la personalidad, y a todo eso como guinda lo llamaron consenso. La mentira consistió en negar la criminalidad innata del franquismo; la impostura fue proclamar como democracia lo que solo era la autoamnistía de la dictadura y el culto a la personalidad se perpetró con un liderazgo político coronado por un Jefe de Estado designado por el tirano que murió en la cama y un presidente de gobierno que había sido el último capo del Movimiento, el partido único del más longevo régimen fascista que ha sufrido Europa.
Para comprender lo sucedido en España durante estos 37 años de Monarquía del 18 de Julio es preciso aparcar algunos clichés sobre los guardagujas del fascismo realmente existente en esos años. Pero el principal de todos es esa rancia foto fija que describe a los machacas de aquel estercolero como unos tipos tétricos, de ridículo bigotillo y calavera en ristre. Esos personajes existieron, pero algunos de los que protagonizaron el “atado y bien atado” con que nos han trasteado hasta este siglo XXI eran de otra ganadería. Gentes disipadas, como Juan Carlos y Adolfo Suarez, encantadores de serpientes ambos, dos cachondos mentales de aquella manera, capaces de surfear desde la brutalidad de los fusilamientos del 75 al pódium de salvadores de la patria sin descomponer la estampa. El motor del cambio y su seguro muñidor. Dos advenedizos de tomo y lomo, yunque o martillo según proceda.
Esa insondable desfachatez dual, sórdidos maquiavelos de vía estrecha, es lo que refleja la figura estelar de Adolfo Suarez. El “chusquero de la política”, “el tahúr del Misisipi”, al que ahora se embalsama con honores de Estado mientras buena parte del coro parlamentario, a diestra y siniestra, desde el PP al PSOE pasando por IU-PCE, le dedica ditirambos, y el pueblo menguante de “que hay de lo mío” oficia de lamentable plañidera. Suarez, el alien franquista que junto al Rey hizo de la traición una obra de arte, convertido en símbolo de una forma de entender la política que se pretende representativa de altos ideales democráticos. Sobre esa patética simulación se acuñó la Marca España. ¡Vivan las caenas!
Los datos biográficos, que solo expresan la trayectoria de un intrépido burócrata del régimen, son estos. Nace en Cebreros (Ávila) el 25 de septiembre de 1932. Estudia Derecho, carrera que termina a trancas y barrancas. Fracasa en su intento de ingresar como jurídico militar titular y opta por la plaza más cómoda de letrado auxiliar en el Instituto Social de la Marina. Comienza su peripecia política al fichar como secretario particular del entonces gobernador civil de Ávila, el opusdeista anfibio Fernando Herrero Tejedor, que se convertirá en su protector. Con ese aval trastea en las lides del Movimiento, tinglado credo por el Caudillo para aglutinar a todas las familias ideológicas del Alzamiento que estaban a la greña. A partir de ahí, el indocumentado servidor público que reconociera a sus más íntimos que “nunca había leído un libro completo”, ya no se bajara del coche oficial ni prescindirá de la camisa azul (terno blanco para las solemnidades) de los jerarcas de aquella roñosa “cosa nostra”. Será gobernador civil de Segovia, procurador en Cortes franquistas por representación familiar en 1967 y, en el ocaso del franquismo, director general de RTVE, el órgano de agitación y propaganda del régimen. Allí precederá a otro mercenario del sistema, el periodista Juan Luis Cebrián, que controlaba el negociado clave para la “operación transición” de director de los servicios informativos de Prado del Rey durante el gobierno de Arias Navarro, “carnicerito de Málaga”.
Meses antes de la muerte de Franco, el 24 de marzo de 1975, Suarez toma posesión como vicesecretario general del Movimiento aprovechando para significarse como uno de sus leales servidores pronunciando estas palabras: “mi adhesión a Franco y a su obra es inquebrantable”. Desaparecido el dictador por declinación natural, y mientras los dirigentes de la oposición cavilan su provenir, Suarez toma posiciones alentando una formación patriótica, bajo el nombre de Unión del Pueblo Español (UPE), con los desechos de tienta del tardofranquismo. Le sale el tiro por la culata, pero cuando parece que su suerte le abandona, la figura providencial de otro pata negra del franquismo, Torcuato Fernando Miranda, le salva del ostracismo- Torcuato confía a Suarez la lampedusiana misión de hacer del Movimiento (continuo) la piedra filosofal de la nueva democracia. Nacía la UCD (Unión de Centro Democrático), partido con el que Suarez se reinventaría políticamente. Bajo su palio se convertiría en el primer presidente de un “régimen de libertades”, con una Constitución que consagraba al Rey designado por el dedazo de Franco como jefe del Estado y de las Fuerzas Armadas. Un castizo Juan Carlos de Borbón que al igual que Adolfo Suarez venía de proclamar su fidelidad al Caudillo en aquel mensaje a las Cortes, donde juró “cumplir y hacer cumplir las Leyes Fundamentales del Reino y guardar lealtad a los principios que informan el Movimiento Nacional”.
Con ese bagaje de manipulación y doblez, el alien de la Marca España, el ambicioso zascandil político que había hecho de la mentira, el cambio de chaqueta y la treta su credo existencial, irónicamente, pasó a representar a la España democrática con la divisa “puedo prometer y prometo”. Y como no podía ser de otra forma, el riesgo moral que todo el país asumió con semejante latrocinio se convertiría en una losa para la prosperidad de la nación. Ello, pasando de una feroz dictadura de casi 40 años a una democracia vigilada por los mismos personajes que habían sido los mayores colaboradores a tiempo completo del genocida franquismo. El “chusquero de la política” y el Rey legado por el dictador lograron que los tribunos de la izquierda (PSOE y PCE) aceptaran la transición renunciando a la República y a la exigencia de responsabilidades políticas por los crímenes cometidos. España iniciaba así la senda de la democracia sobre la base de la amnesia y un extraño consenso por el cual las víctimas perdonaban a sus verdugos para que siguieran mandándoles.
Una vida entregada a la bulimia del poder sacrificando la conciencia moral, necesariamente debía pasarle factura cuando la política le expulsó del podio sin que Suarez hubiera amortizado la ambición. El mazazo de la enfermedad, como en una tragedia griega, vino en forma de casos mental. Un alzheimer se apoderó de él en plena madurez, olvidando todo lo que había sido y quiénes fueron sus escasos leales y cuáles sus muchos enemigos. Esa sonrisa permanente que sus allegados recuerdan como seña de identidad durante los doce años de su larga enfermedad, seguramente debe atribuirse al plácido retorno memorial a aquellos felices años de adolescencia y juventud donde el intrigante joven de Cebreros brillaba como gran seductor, el más ligón, el auténtico rey del mus y la farándula.
Suarez desapareció físicamente con los idus de marzo. Pero antes le devoraron los cuervos que él había auspiciado. Primero le hicieron duque, y luego le remataron a traición con una fotografía para la historia de la infamia. De espaldas, como quien conduce a alguien hacia su extremaunción, el rey Juan Carlos, su matarife político, ordenó inmortalizar la imagen de un afecto mentido por los hechos pasados. El consenso libraba su última batalla pírrica en plena crisis del austericidio canibalizando al Suarez defenestrado por el ruin Monarca. Según recientes y concluyentes revelaciones de ultratumba a la periodista Pilar Urbano, el “tahúr del Misisipi” se había negado a rendir su cargo al gobierno de “unidad nacional”, integrado por todos los ases de la baraja partidista, que se escondía detrás del golpe de Estado del 23-F, el mal llamado “tejerazo”.