Víctimas, verdugos y simetrías. Secundino Serrano
La historia del franquismo es sobre todo el relato de una impunidad. Se reparten culpas en vez de buscar la verdad.
Setenta años después de finalizada la Guerra Civil, está afianzándose la opinión de que los dos bandos fueron responsables de lo ocurrido y en la misma medida. Un discurso paralelo, más radical, recupera el relato hegemónico durante la dictadura: responsabiliza a los republicanos de la guerra y presenta el golpe de Estado como inevitable, además de equiparar las represiones. La doble ola revisionista, surfeada por divulgadores tóxicos y jaleada por un aguerrido coro mediático, también la respaldan, en lo que respecta a las víctimas y su reparación, intelectuales antes progresistas reconvertidos en adalides de las tesis más conservadoras, así como conocidos historiadores que se muestran beligerantes contra las políticas de memoria. El objetivo es impedir el ajuste de cuentas democrático con el pasado y continuar con una memoria y una historia de plastilina, a la medida de los vencedores de la guerra.
La simetría nunca existió en el apartado de las víctimas y los verdugos, y tampoco puede aceptarse, en aras de la corrección política, que la violencia política durante la guerra fue análoga. La represión de los sublevados estaba planificada: un verdadero programa gubernamental de exterminio. La de los republicanos, una mezcla de organización y espontaneísmo, ajena al ejecutivo, resultado de la desaparición de los aparatos coactivos del Estado y de la ira popular ocasionada por la interrupción violenta de una experiencia democrática que hacía visibles a las clases menos favorecidas. Aparte de las declaraciones de unos políticos y otros, se omite que las autoridades republicanas, además de impedir las matanzas indiscriminadas cuando dominaron la situación, abrieron en 1937 una investigación sobre el ’terror caliente’ de 1936: ni en la guerra ni durante la posguerra la dictadura hizo algo parecido. De otro lado, los franquistas llevaron a cabo una durísima represión en todas y cada una de las provincias; los republicanos, en la mitad más o menos. Es un dato que no puede cuestionarse: los republicanos no mataron, ni podían hacerlo, en la España donde triunfó el golpe de Estado.
Pero lo más grave no es que se quiera convencer a los españoles de que durante los turbulentos años de la guerra un bando y otro actuaron de manera parecida, sino que se pretenda trasladar ese paralelismo a la época de la dictadura, y para ello nada mejor que recurrir al maquis como antagonista del franquismo: una tesis claramente alucinógena. Más allá de la ignorancia interesada o de la manipulación, de todos es conocido que el franquismo administró el monopolio del terror durante cuarenta años. La contabilidad asienta más de cincuenta mil víctimas de la dictadura en la posguerra, amén de cientos de miles de prisioneros políticos, de presos esclavizados, de funcionarios depurados. ¿Dónde está la equidistancia? El procedimiento de anudar intencionadamente guerra y dictadura es una artimaña para enmascarar la naturaleza genocida del régimen, para destruir la caja negra del franquismo y formatear a la carta la mente de los españoles.
Las reparaciones de los muertos tampoco presentan semejanza alguna. Durante cuarenta años, las víctimas franquistas disfrutaron de reconocimientos públicos y de incontables lugares de memoria, sus nombres continúan en los atrios de las iglesias y sus familiares recibieron recompensas materiales y simbólicas. Por el contrario, numerosos muertos republicanos permanecen todavía abandonados en fosas comunes, tapias de cementerios y cunetas, y durante cuarenta años fueron cadáveres invisibles: sus lugares de memoria fueron borrados y el luto, prohibido. Y media España pretende que continúen así: invisibles e insepultos. Resulta difícil comprender que en un país democrático la derecha se deje representar, en lo que respecta a la memoria histórica, por un puñado de extremistas infectados por la tentación totalitaria y no asuma algo obvio: los familiares tienen derecho a saber de sus víctimas, y además no se puede pasar página sin registrar y enterrar al último cadáver de la guerra.
Tampoco resultó semejante el destino de los victimarios. Los verdugos franquistas no fueron castigados por sus tropelías, pese a que más del cincuenta por ciento de las víctimas republicanas de la guerra y la posguerra fueron el resultado de ejecuciones extrajudiciales. Al contrario, recibieron homenajes, ocuparon puestos en la Administración y algunos prestaron incluso sus nombres al callejero. El devenir de los verdugos republicanos fue un poco diferente: los detenidos fueron ejecutados, y los que consiguieron escapar expiaron sus responsabilidades en un exilio perpetuo. ¿Cómo se puede sostener que «todos, republicanos y franquistas, perdieron la guerra y pagaron por igual sus consecuencias»? El último documental importante sobre un verdugo de la guerra (’El honor de las injurias’, de Carlos García-Alix, 2007) se refiere a un pistolero anarquista. ¿Quién se atrevería hoy realizar algo parecido sobre la vasta y representativa gavilla de verdugos franquistas? La respuesta deviene meridiana a la vista de los acontecimientos, y eso es así porque nos hemos reconciliado con el pasado por decreto-ley, al margen de la memoria y de la justicia. La historia del franquismo es sobre todo el relato de una impunidad.
La hegemonía narrativa de la responsabilidad compartida tuvo su correlato más sorprendente en un episodio difícil de metabolizar por estómagos democráticos. El 12 de octubre de 2004, José Bono, militante socialista y entonces ministro de Defensa, tuvo una ocurrencia que reflejaba una acusada insensibilidad histórica. En el desfile militar, la ofrenda a los caídos la efectuaron dos ancianos ex combatientes: uno había luchado voluntariamente en la División Azul, en defensa del totalitarismo de Hitler, y el otro, obligado por el exilio, en la División Leclerc, y a favor de la libertad. Un suceso improbable en una nación con pedigrí democrático, pero posible en un país, España, donde al hecho de registrar a las víctimas se califica de ’reabrir heridas’ y a reparar la injusticia de sus muertes, de ’revanchismo’. Donde lo natural y aceptado es repartir culpas en vez de buscar la verdad.
El paraíso de las simetrías.
(Secundino Serrano es historiador)
Secundino Serrano, EL DIARIO VASCO, 9/4/2010