Miércoles, 11 de diciembre de 2024|

68 visitas ahora

 
estás en Memoria histórica

Los Lugares de la memoria en Valladolid

La memoria es una insurgencia frente a la falsificación, Roger Chartier.

La eliminación de los lugares de memoria, aquellos donde se han cometido crímenes, tiene como objetivo final acabar con la memoria de los hechos.
Esto tiene como fundamento el valor de la prueba. Si no hay cuerpo, no hay delito, y paralelamente, la ausencia del símbolo desvanece la memoria; y eso es lo que los golpistas aprendieron y aplicaron desde un principio.

La ocultación de los hechos criminales es el primer paso para negarlos. Nuestro sistema está levantado sobre un crimen fundacional, el golpe armado contra el gobierno legal republicano en julio de 1936. En su transcurso se cometieron miles de asesinatos y atropellos de todo tipo contra la población civil desarmada, lo que fundamenta de sobra la acusación por crímenes contra la humanidad de los responsables y autores.

En Valladolid, ciudad tomada por los golpistas el mismo 18 de julio, no hubo resistencia, y a pesar de ello los republicanos, izquierdistas y sindicalistas fueron víctimas de todo tipo de atropellos.
Las ejecuciones extrajudiciales, en una cuantía superior a 1.000, se llevaron a cabo con todo tipo de precauciones. Las detenciones y paseos solían producirse por la noche; a veces, los asesinos ocultaban su identidad bajo capotes, y en general, los asesinos actuaban en pueblos donde no eran conocidos. Los cuerpos de las víctimas se enterraron en lugares ocultos, en montes (Torozos), en descampados, en cunetas alejadas y en general, en lugares alejados de las poblaciones, con el fin de hacerlos desaparecer.
De esta forma pensaban lograr la impunidad en el caso de que la República hubiera logrado dominar el golpe.

Además de los asesinatos, se produjeron miles de detenciones.
Las mujeres solían formar parte de la categoría de presos gubernativos, detenidos que quedaban a disposición del gobernador, sin que les sometieran a juicio, sin que se formulase acusación alguna contra ellos. Hombres y mujeres vallisoletanos pasaron años en las cárceles franquistas en este régimen, sin saber cuando los liberarían, sin saber de qué se les acusaba, y sufriendo todos los rigores de las prisiones de la época. Muchos presos gubernativos fallecieron durante su estancia en prisión a causa de malos tratos, enfermedades infecciosas, accidentes, etc. Otros fueron sacados y asesinados extrajudicialmente, paseados por falangistas que, lista en mano, iban a buscarlos noche tras noche.

Todos ellos son desaparecidos, personas que habitan un limbo legal, asesinados sin cuerpo y a veces sin identidad, sombras negadas por sus carceleros, por sus asesinos, por los cómplices e implicados en el nuevo sistema franquista, que necesitaba eliminarlos para imponerse con comodidad.

No bastó con la desaparición de los ciudadanos.

El relato histórico que el franquismo construyó y que logró imponerse y en cierta medida resistió el paso del tiempo, se basaba en cuatro imágenes-fuerza sencillas como axiomas: una República marxista, atea y asesina; un país, España, a punto de ser destruido por esa República; unos patriotas valientes, verdaderos españoles, dispuestos a dar su vida para salvarla; y una guerra épica, una auténtica Cruzada bendecida por la iglesia católica, que logró recuperar la patria.

Y para mantener y afianzar este relato, se construyeron mitos y símbolos, que perduran hasta hoy, a la vez que se eliminaban concienzudamente pruebas, nombres, hechos y documentos. En suma, la MEMORIA de todo un país fue manipulada, tergiversada y hecha desaparecer.

Dentro de este esfuerzo de tergiversación se inscribe la desaparición de los lugares de Memoria, aquellos lugares de nuestra provincia en los que ocurrieron los hechos más reseñables: las fosas del cementerio, convertidas en fosas comunes sin señalizar; la Casa del Pueblo, reconvertida en dependencias militares; el Círculo Republicano, enajenado por la Falange; las Cocheras de Tranvías, lugar de reclusión de los varones detenidos gubernativamente, hoy casino militar; la Cárcel Nueva, hoy centro cívico Esgueva, la Cárcel Vieja, que hoy conocemos como Biblioteca….

En ninguno de estos lugares existe un solo signo que identifique el lugar por la función que cumplió. Ni una placa, ni un memorando recuerdan que allí precisamente se resolvió el porvenir de una parte importante de ciudadanos, muchos de los cuales salieron de sus recintos para ir al cementerio o a alguna fosa ignota.

Un ejemplo

En el caso de la conocida como Cárcel Vieja, ocupada por mujeres en régimen gubernativo mayoritariamente, el edificio se conserva, se ha reformado, se ha atendido a su remodelación como Biblioteca, pero a la vez se oculta cuidadosamente su carácter de lugar represivo fundamental, lugar donde fueron recluidas cientos de ciudadanas, algunas de ellas con sus hijos; lugar de reclusión, de enfermedad, de abusos y de muerte que, por las razones que han quedado explicadas, están tipificados por la legislación internacional (y de obligado cumplimiento en nuestro país) como CRÍMENES DE LESA HUMANIDAD IMPRESCRIPTIBLES.

Este delito se ve ampliado por el perjuicio que la ocultación de su función y de los hechos allí ocurridos supone para la Historia de la ciudad, historia que es patrimonio de todos los ciudadanos y que es fundamental para el reconocimiento de su propio carácter como ciudad y como ciudadanía. Nadie puede conocerse ni reconocerse si ignora sus antecedentes, su historia, sus hechos y la forma en que ocurrieron. La Verdad es un derecho de los ciudadanos y un deber del Estado.

Contemplando la desaparición de la plaza donde se enclavaba la antigua Cárcel Vieja, comprendemos su intencionalidad: que la ciudadanía no pueda detenerse a contemplar el edificio, y por tanto, no se interrogue acerca de él. Una vuelta de tuerca más.

Una declaración de intenciones explícita: eliminar el lugar para volatilizar los crímenes allí perpetrados. Acabar con los símbolos para matar la Verdad.

LUGARES DE MEMORIA EN LA CIUDAD DE VALLADOLID

Partidos y sindicatos
Detención y confinamiento
Crimen
Trabajos forzados

PARTIDOS Y SINDICATOS

Partido Comunista: Calle Atocha (Barrio de Santa Clara). Hoy desaparecida.

CNT-AIT: Calle Francisco Zarandona. Hoy desaparecida.

Partido Socialista, UGT, Universidad Popular Pablo Iglesias: Casa del Pueblo. Calle Fray Luis de León, desaparecida (hoy dependencias militares)

Izquierda Republicana: Calle Leopoldo Cano, desaparecida (Escuela de Artes y Oficios)

LUGARES DE DETENCIÓN Y CONFINAMIENTO

Gobierno Civil
La sede del Gobierno Civil era un palacio renacentista que se organizaba alrededor de un patio de columnas. Estaba muy cerca de la Capitanía, en las cercanías de la plaza de San Pablo y frente al que hoy es Museo de Escultura. Por este lugar pasaron, en su gran mayoría, los detenidos en Valladolid y su provincia.

El Gobierno Civil había sido tomado por los sublevados en la misma noche del 18 al 19 de julio. Allí se instalaron las primeras oficinas en las que la policía, guardia civil y civiles organizados como “Milicias Nacionales”, o “Voluntarios de España” se dedicaron a identificar y clasificar a los detenidos, que llegaban de forma continuada.

Aquí se decidía su suerte en un primer momento. Una vez detenidos, eran encerrados en las diminutas habitaciones del primer piso, que habían sido las oficinas, de donde los sacaban para su identificación e interrogatorio. Son muchos los testimonios de las víctimas de estos interrogatorios: palizas brutales y todo tipo de golpes y malos tratos, llegando incluso a matar a alguno de los detenidos allí mismo.

Las torturas tenían lugar, sobre todo, en el patio interior, en el que había un pozo que todavía hoy se puede ver. Los testigos lo recuerdan con horror. Una vez identificados, se decidía su suerte. Muchos salieron de allí para ser asesinados. Otros, a las cárceles: a la Vieja, a la Nueva y a las Cocheras de Tranvías.

En otros casos se obligaba al detenido a subir a un coche para que señalase domicilios y personas a las que detener, tras “convencerle” con los medios necesarios… El Gobierno Civil funcionó, por tanto, como una primera criba por la que pasaron los primeros detenidos vallisoletanos.

Cocheras de Tranvías
El número de detenciones tras el 18 de julio del 1936 aumentaba sin parar. Ocupadas en su totalidad las dos cárceles, Nueva y Vieja, los golpistas tuvieron que buscar otros lugares para el confinamiento de los prisioneros.

En un principio, los sublevados pensaron recluir a los detenidos en la plaza de toros de Valladolid, pues reunía muchas condiciones que les interesaban: era amplia, disponía de estancias para establecer oficinas y puestos de vigilancia y además era muy fácil de controlar, pues las puertas de entrada y salida se podían custodiar muy bien tanto por fuera como por dentro.

El problema era la lejanía de la plaza respecto a los demás centros. En aquellos momentos, la plaza de toros estaba situada en las afueras, lo que complicaba los traslados de los presos y aumentaba la inseguridad de los golpistas. Tenían que pensar en otros locales.

El lugar que se les ocurrió fueron las Cocheras de Tranvías, dos naves con un patio interior en el centro, situadas en las cercanías del Arco de Ladrillo. Allí se encerraban los tranvías y estaban los talleres de reparación.

Estos edificios, donde se guardaban y se reparaban los tranvías vallisoletanos, estaban relativamente céntricos, pero a una distancia discreta, la suficiente como para que los golpistas pudieran hacer y deshacer sin llamar demasiado la atención de la población vallisoletana. Además estaban cercados por una tapia alta, lo que facilitaba la vigilancia de los detenidos e impedía hipotéticas fugas.

Los edificios de los tranvías estaban situados en el Paseo del Príncipe (hoy de los Filipinos), y ocupaban una manzana completa. Existían unas oficinas en la fachada de acceso; se trataba de un edificio pequeño, de ladrillo rojo y ventanas enrejadas. Era perfecto para utilizarlo como oficina del nuevo presidio que iban a montar.

Este edificio, por donde ingresaban los detenidos y al que tenían que dirigirse los familiares para saber de sus padres, hijos o hermanos, para llevarles ropa o comida, y donde les anunciaban su desaparición, existe todavía y se conserva tal y como era antaño.

Hoy es propiedad del Ejército, que lo utiliza como casino y lugar de reunión. Parece increíble que un lugar como éste, donde muchos demócratas vallisoletanos sufrieron detención, tortura y muerte, esté hoy destinado a lugar de esparcimiento y diversión de los militares y sus familias, en lugar de conservarse respetuosamente como recordatorio de todos los que allí padecieron angustia y dolor.

Al fondo, tras las oficinas, se encontraban las naves propiamente dichas. Las que fueron ocupadas eran dos; una, bastante grande, llegó a acoger, según testimonio de personas que estuvieron allí detenidas, a unas tres mil personas. La otra nave, de tamaño más reducido, albergaba a unas 1.500 o 1.600.

En el centro de ambas existía un patio en el que únicamente había un caño de agua. Se trataba de un recinto rodeado de tapias altas, con piso de tierra apisonada; un lugar para estacionar tranvías. Este patio puede verse perfectamente hoy en día, y conserva restos de las paredes de ladrillo originales.

Las naves fueron ocupadas por miles de prisioneros. Colocados por orden alfabético de las localidades de procedencia, el recinto era más un campo de concentración que una prisión, pues en aquellos espacios únicos, con ventanas altísimas, sin agua, ni servicios de ningún tipo, los detenidos se hacinaban día y noche a la espera de un destino incierto.

Por las noches, se echaban en el suelo sobre petates, ropas y los más favorecidos, colchones llevados allí por los familiares, aunque eran muy pocos los que disponían de este lujo. La mayor parte de los detenidos tenía ropas de quita y pon. Hasta la llegada de los primeros fríos, la guardaban en forma de paquete. Cuando llegó el duro otoño de 1936, llevaban encima toda la ropa de que disponían.

El trasiego de detenidos durante los primeros meses era constante, pues ingresaban detenidos a diario, y también salían: alguno en libertad; pero la mayoría desaparecían en las sacas nocturnas que se producían sin cesar.

¿Cuántos detenidos llegaron a pasar por las tristes Cocheras? Es casi imposible saberlo, pero fueron miles. La fama de las Cocheras se extiende por toda la provincia, pues es raro el pueblo que no tuvo a sus detenidos en aquel recinto. Pero además, los horrores que allí se vivieron han hecho de las Cocheras de Tranvías de Valladolid un símbolo de la represión desatada en 1936.

Cárcel Nueva
La cárcel nueva, inaugurada por la República en julio de 1935, se convirtió paradójicamente en el destino final de muchos de sus dirigentes. Cuando se produjo el golpe de estado, la mayoría de los reclusos que había en esta cárcel eran presos políticos. El nuevo Gobernador Civil, Luis Lavín, recién llegado de Zamora, había intentado por todos los medios acabar con la espiral de violencia que la Falange estaba desatando en las calles vallisoletanas. Esa fue la razón de las detenciones de jóvenes falangistas, entre los que se encontraba el propio Onésimo Redondo.

Desde el mismo 18 de julio, las detenciones efectuadas por los golpistas fueron masivas. La más significativa, desde luego, fue la realizada en la Casa del Pueblo, donde más de 500 personas, hombres, mujeres, niños y ancianos, esperaban el desenlace de lo que parecía ser una intentona golpista más, parecida a la sanjurjada que ya habían vivido.
Sin embargo, todos ellos fueron desalojados de la Casa del Pueblo en la mañana del domingo 19 de julio y la mayoría ingresó en la cárcel Nueva de Valladolid, que muy pronto se llenó hasta niveles imposibles, llegando los detenidos a dormir en el patio, al aire libre; pero los detenidos seguían llegando sin parar desde la capital y los pueblos de la provincia, y a pesar de la cantidad de presos que fueron asesinados en los primeros días, pronto se vio la necesidad de volver a ocupar la Cárcel Vieja, vacía desde hacía más de un año.

En la cárcel nueva estuvieron recluidas, sobre todo, las personas sometidas a juicio. De sus celdas partían para otras prisiones a cumplir las penas impuestas, o hacia el paredón. Algunos de los juicios se celebraron aquí, como la causa 102/36, seguida a “448 paisanos”, los detenidos en la Casa del Pueblo.

Los familiares, enterados de la fecha en que se iba a juzgar a los detenidos, les intentaban hacer llegar ropas decentes para que se presentaran ante el Tribunal, y se apostaban en las cercanías del edificio, por si podían ver a los detenidos. Pero los juicios fueron simulacros en los que los juzgados eran acusados de “rebelión militar” por los mismos que se habían sublevado, y no tuvieron posibilidad de defenderse.

La capilla (celdas destinadas a los que iban a morir) estaba ubicada en las celdas 11, 12 y 13. Allí pasaron sus últimos momentos los condenados a muerte, casi 400 personas de todo tipo: el alcalde electo, Antonio García de Quintana, el diputado Federico Landrove López, su padre, el primer alcalde de la República, Federico Landrove Moiño, concejales, abogados, comerciantes, profesores, estudiantes, obreros, carpinteros, personas de todo oficio y condición; también, aunque por poco tiempo, hubo mujeres, aunque los golpistas, prefirieron trasladarlas a la antigua cárcel de la Corona, la conocida como Cárcel Vieja, que ya estaba clausurada.

Cárcel Vieja

El antiguo palacio de la Real Chancillería de Valladolid pasó a funcionar como cárcel de la Audiencia en 1687. Es un edificio de planta cuadrada y patio central, que tras un incendio en julio de 1979 fue completamente restaurado y hoy alberga la Biblioteca Universitaria Reina Sofía.

Debido a la extrema decrepitud de esta prisión, la República levantó una nueva cárcel y abandonó este antiguo caserón en el año 1935. El golpe de estado volvió a llenar de presos este edificio, hasta el punto de sobrepasar su capacidad y ocupar escaleras, rellanos, etc. Al principio encerraban aquí tanto a hombres como a mujeres, pero en el mes de septiembre todos los lugares de reclusión estaban repletos, y las nuevas autoridades reorganizaron las prisiones. Así, determinaron agrupar a todas las mujeres detenidas en la antigua cárcel; destinar las Cocheras de Tranvías a cárcel masculina y reservar la cárcel Nueva para la celebración de juicios, las celdas de condenados a muerte y los presos en espera de juicio.

El edificio de Chancillería estaba impracticable y no reunía condiciones para albergar personas. Las estancias se llenaron y las mujeres se tuvieron que ir acomodando por los rincones disponibles. Pasados unos meses se organizó un dispensario, atendido por doña Flora Martín, profesora de partos y comadrona, miembro relevante de la Casa del Pueblo de Valladolid. Doña Flora, mujer ya mayor, ayudó a muchas de las presas en sus crisis de salud física y mental, pues las detenidas solían entrar en la prisión en muy mal estado: algunas golpeadas; otras, violadas; algunas embarazadas o con niños de pecho; otras, en fin, trastornadas por las detenciones y asesinatos de sus esposos e hijos. Doña Flora las atendía a todas con los escasísimos medios que podían reunir, y también ejerció de comadrona en algún caso, como el de la mujer de Aguilar de Campos que dio a luz prematuramente en el rellano de la escalera. Normalmente las parturientas eran conducidas al Hospital o a la Residencia Provincial (el Hospicio), y daban a luz allí. Después eran devueltas a la cárcel, pero muchas de ellas dejaban al niño en dicha Residencia antes que ingresarlo con ellas en la cárcel, que era un lugar malsano y peligroso para la criatura.

Una garita levantada en la acera, frente a la puerta principal, impedía el paso a los viandantes y hacía de filtro en los días de visita. Los vecinos de la zona se despertaban durante la noche por los gritos de los centinelas durante los cambios de guardia. Dentro, centenares de mujeres apelotonadas dormían en los suelos de las celdas, los pasillos, el patio y los rellanos. Aquí estaban encerradas chiquillas de apenas 16 años junto con ancianas de 70; obreras y maestras; activistas y esposas de alcaldes; muchas de ellas, con sus niños de pecho, a los que intentaban criar. Las supervivientes nos hablan de mujeres enloquecidas por las vejaciones sufridas y los asesinatos de sus maridos, padres e hijos; de mujeres embarazadas que dieron a luz estando presas; de criaturas muertas a causa de las condiciones del cautiverio; de milicianas violadas y torturadas que después desaparecían… La gran mayoría de estas mujeres eran presas gubernativas, es decir, que nunca fueron juzgadas. Estaban a disposición del Gobernador Civil y pasaron en la cárcel el tiempo que arbitrariamente les quisieron asignar, sin estar ni siquiera acusadas de algo concreto.

A diferencia de las Cocheras, en la Cárcel Vieja no se produjeron sacas. Algunas de las detenidas tenían a sus maridos detenidos también. Cuando los juzgaban y los condenaban a muerte, las llevaban a la Cárcel Nueva para despedirse de ellos.
Las presas de la capital solían recibir visitas, y por tanto ropa limpia y comida; las que venían de los pueblos tenían más dificultades, pues no era fácil desplazarse por las carreteras, ni había dinero, y sí, en cambio, miedo y peligro real. Por ello, el cautiverio fue en líneas generales más penoso para las mujeres de los pueblos, aisladas de los suyos, lejos de su casa y sin medios que aliviasen su situación.

LUGARES DE ASESINATOS

El mismo sábado 18 de julio de 1936, al atardecer, los golpistas comenzaron a reprimir de la manera más brutal a cuantos ciudadanos pudieran oponerse al golpe de estado. Como es sabido, muchísimos afiliados y activistas de partidos políticos y sindicatos de izquierda se habían reunido en la Casa del Pueblo de Valladolid para intentar oponerse de manera organizada, pero fueron sitiados y no tuvieron opciones de defensa.

Fuera de la Casa del Pueblo, militantes y simpatizantes del radio vallisoletano del Partido Comunista intentaron resistir desde los barrios de Delicias, Pilarica y Santa Clara, mientras los falangistas, la guardia civil y los autodenominados “Voluntarios de España” (casi todos ellos jóvenes militantes de las Juventudes de Acción Patriótica, de la CEDA), patrullaban la ciudad, deteniendo a los que se cruzaban en su camino sin unirse de inmediato a ellos.

Los afiliados a la CNT se reunieron en su sede de la calle Francisco Zarandona, donde fueron sitiados por grupos de falangistas, que encabezados por el propio Girón de Velasco, dispararon sus armas y lograron tomar el local hacia las cinco de la madrugada. Los cenetistas allí apresados lograron salir con vida y fueron sometidos a proceso. Los falangistas entraron en los locales y destruyeron todo lo que encontraron en su interior. Los testimonios refieren que arrojaron todo tipo de documentos y enseres a la calle desde las ventanas, y luego les prendieron fuego. Se perdieron así documentos inestimables acerca de la organización, pero igualmente desaparecieron los listados de afiliados, lo que salvó bastantes vidas.

En las calles se desató una cacería con final de muerte. Uno de los primeros en ser detenido y asesinado fue el concejal y miembro activo del Partido Socialista de Valladolid Eusebio González Suarez, quien había intentado infructuosamente conseguir armas en el Gobierno Civil para repartirlas en la Casa del Pueblo. Fue detenido junto con su esposa e hija cuando intentaba salir de Valladolid y asesinado en los pinares de las afueras de la capital.

El resultado de esta fiebre asesina fueron docenas de cadáveres arrojados por las calles, por los descampados, por las carreteras. Reunidas en la Academia de Caballería de Valladolid, las recién creadas Milicias Ciudadanas o Milicias Patrióticas recibían armas, cascos y alguna instrucción militar; algunos curas se presentaron también para entregarles medallas y escapularios: comenzaba la construcción ideológica de La Cruzada Salvadora, aquella en cuyo nombre se podía matar con la bendición eclesial.

Los fascistas vallisoletanos tuvieron fácil la tarea de exterminar a los ciudadanos izquierdistas, pues la mayor parte, los más cualificados para organizar la defensa estaban recluidos en la Casa del Pueblo siguiendo una consigna torpe que permitió el apresamiento de todos ellos.
Así que, reunidos y detenidos la mayor parte de los oponentes, los sublevados, en plena euforia criminal, fueron arrasando calles, barrios y pueblos a la caza del oponente.

Los cuerpos de las víctimas, abandonados de cualquier manera, eran recogidos por vehículos y llevados al Depósito del Hospital Provincial, donde permanecían un tiempo no especificado, pero que podía prolongarse varios días.

Hasta allí peregrinaban padres, madres, esposas e hijos buscando a sus familiares desaparecidos, aquellos que no habían regresado al hogar, o que habían sido detenidos. En el Depósito se llegaron a reunir docenas de cuerpos amontonados a la espera de su inhumación.

Los golpistas no tenían ninguna seguridad de poder salir vencedores de aquella sublevación, y por eso mismo eran conscientes de que se estaban jugando el todo por el todo. Sabían que si eran derrotados iban a pagar caras sus acciones. Por eso mismo mataron a sus víctimas en descampados y lugares alejados de la vista de todos, abandonando los cadáveres y enterrándolos en fosas comunes, a menudo lejos del lugar en donde las víctimas habían sido detenidas.

Se trataba, en definitiva, de eliminar las pruebas del delito haciendo desaparecer los cuerpos y sobre todo, las identidades de los asesinados. Y tan bien efectuaron esta labor que a fecha de hoy, en nuestra provincia, la mayor parte de las fosas continúan en lugares ignorados por todos y su memoria se ha perdido.

A pesar de esto, los sublevados utilizaron ciertos lugares más o menos públicos para asesinar a sus víctimas, y estos lugares sí se han conservado en la memoria de los testigos, que contemplaron escenas que no olvidaron jamás.

En la ciudad de Valladolid, en la tapia situada paralelamente a la línea de ferrocarril Madrid-Irún se llevaron a cabo muchas ejecuciones y también en el Prado de La Magdalena; ya en las afueras, la Cuesta del Tomillo y los alrededores del Canal, la Cuesta de la Maruquesa, y los alrededores del Pisuerga, sobre todo en la zona de El Palero y en la de El Cabildo, lugar éste donde aparecieron decenas y decenas de cadáveres, fueron los lugares donde los franquistas cometieron sus crímenes.

Los Montes Torozos y El Montico fueron también lugares de asesinatos masivos. Se trataba de parajes situados en la línea divisoria entre municipios, en cunetas y zonas arboladas, lugares conocidos por todos, pero de difícil acceso y semiocultos en los que se asesinó y enterró a ciudadanos de la ciudad y de localidades aledañas.

Aparte estaba el Campo de San Isidro, donde los sublevados ejecutaron mediante fusilamiento a casi 500 ciudadanos, a los que previamente habían sometido a simulacros de juicio.
Ninguno de estos lugares tiene a fecha de hoy un solo recordatorio del crimen cometido contra la ciudadanía y la legalidad; ni un recuerdo a la memoria de aquellas víctimas, auténticos héroes de la Democracia, que pagaron con su vida la lealtad a sus ideas y al gobierno legal.

Sin embargo, llama la atención y escandaliza la pervivencia de símbolos y nombres franquistas en las calles de muchísimos pueblos de la provincia. Ni el conocimiento de la Verdad, ni las instancias a su retirada de la Ley de Memoria Histórica, ni el pundonor de los ciudadanos demócratas, ha logrado todavía su erradicación total.

No caben excusas para no afrontar este estado de cosas. Es necesario recuperar la memoria, y con ella, identificar, dignificar y señalar los lugares, eliminando aquellos restos que glorifican todavía hoy, a los causantes de aquel drama nacional que fue la guerra de España.
El Campo de San Isidro

La ciudad de Valladolid se extendía hacia el este formando el barrio de San Isidro. Era un barrio obrero, de casas molineras, limitado por las vías del tren.
La calle que hoy conocemos como Avenida de Juan Carlos I (esperemos que por poco tiempo) era una carretera conocida por los vallisoletanos como “Camino de Casablanca”. Hacia el este, la carretera de Soria arrancaba directamente de la Plaza Circular, saliendo por las llamadas “Puertas de Tudela”, hoy desaparecidas.

Era sobre todo una zona de arrabal donde proliferaban las fincas agrícolas y las casas de labor.
La zona presentaba unas elevaciones de terreno, una sucesión de cerros conocidos como los Altos de San Isidro. En uno de estos Altos se encuentra la ermita del mismo nombre, un lugar bien conocido por los vallisoletanos, que acudían (como siguen haciendo hoy) a celebrar la Romería del 15 de mayo. Al otro lado de la carretera de Soria, en otro Alto, se encuentra el Cuartel de la Guardia Civil que es una construcción moderna.

Y ya en dirección a Villabáñez, en otro Alto donde hoy encontramos el colegio Narciso Alonso Cortés, existían unas cascajeras naturales que surtían de este material a las constructoras vallisoletanas.

En conjunto, la zona era conocida como Campo de San Isidro, y fue el lugar escogido por los sublevados para ejecutar a los condenados a muerte tras juicio sumarísimo.

¿Por qué escogieron precisamente este lugar? Se trataba de una zona donde se realizaban maniobras militares y presentaba condiciones ventajosas en cuanto a seguridad. Estaba bien comunicado, pero a la vez, lo suficientemente alejado del núcleo de la ciudad como para evitar posibles problemas de orden público. La zona, bastante desolada, era fácilmente controlable. El paredón, situado en un desmonte, podía ser rodeado por las fuerzas armadas, que hubieran podido impedir cualquier conato de respuesta.

La conducción de los reos se efectuaba con enormes medidas de seguridad. No hacían falta, pues no hubo resistencia. Estas ejecuciones públicas eran seguidas por una gran cantidad de vallisoletanos que acudían en grupo, ascendiendo por los desmontes al amanecer para contemplar el espectáculo.

Es muy duro aceptar que estas gentes encontraran en el asesinato de sus convecinos una diversión; pero así fue, y muchos son los testimonios que lo confirman.

Dado que los fusilamientos se producían a horas tempranas de la madrugada, un tipo avispado que tenía su tenderete de churros y aguardiente en la plaza Circular, montó un puesto ambulante en las cercanías del paredón, y así los asistentes al horrible espectáculo podían reconfortarse con unas copas en las frías madrugadas otoñales. La situación era demasiado penosa incluso para los verdugos, por lo que el gobernador civil hizo admoniciones contra este comportamiento “poco edificante” desde las páginas de “El Norte de Castilla”, pero no llegó a prohibir esta práctica, ni tenía sentido hacerlo, ya que uno de los objetivos de las ejecuciones era precisamente la ejemplaridad, así que la gente siguió apiñándose frente al paredón para después poder comentar el las cantinas, plazas y casinos el comportamiento de tal concejal, del doctor Fulano y del estudiante Mengano.

Mientras, los familiares y amigos de las víctimas permanecían en sus casas, sin ánimo ni valor para presenciar el asesinato. Desde los barrios aledaños, San Isidro, Pajarillos y Pilarica, se oían las descargas de fusilería y los vecinos, aterrados, iban contando los tiros de gracia para saber el número de ejecutados en aquella madrugada.

Tras los fusilamientos, los cuerpos eran trasladados en camionetas hasta el cementerio municipal, donde normalmente eran enterrados en una fosa común. Hubo familias que lograron enterrar a los suyos en fosas particulares; otras familias pudieron comprar una caja, intentando dignificar el sepelio; pero la mayoría de los fusilados acabaron amontonados en las fosas comunes del cementerio, arrojados sin orden ni concierto, cubiertos de cal y sepultados sin nombre.

De esta manera fueron asesinadas casi 500 personas, condenadas a muerte en juicios celebrados fuera de la legalidad. El primer fusilamiento tuvo lugar en la madrugada del 29 al 30 de julio, y la víctima fue el doctor José Garrote Tebar, médico y concejal socialista que había sido sometido a Consejo de Guerra dos días antes, el lunes 27 de julio, y que fue el primer condenado a muerte por los sediciosos.

Aquellas graveras fueron muy visitadas. Tras las ejecuciones, quedaba la sangre de las víctimas extendida por el suelo. Cerraba la churrería y los curiosos volvían a la ciudad, a sus quehaceres diarios, a misa, a la escuela.

Venían entonces los perros callejeros a lamer aquella sangre, y los niños que vivían en las cercanías los espantaban a pedradas.

TRABAJOS FORZOSOS DE LOS PRESOS

El sistema de redención de penas por el trabajo (RPT) fue una invención del jesuita José Antonio Pérez del Pulgar, quien en 1937 escribió un texto titulado “La solución que da España al problema de sus presos políticos”, donde decía que “no puede exigirse a la justicia social que haga tabla rasa de cuanto ha ocurrido, y es muy justo que los presos contribuyan con su trabajo a la reparación de los daños a los que contribuyeron con su cooperación a la rebelión marxista”.

Los presos realizaron muchas de las obras públicas del momento. Empresas afines al régimen o creadas por mandatarios del mismo se beneficiaron de este arreglo que les proveía de mano de obra prácticamente gratuita.
También empresarios ligados al nuevo régimen se beneficiaron de esta mano de obra, casi esclava, sometida y sin defensa alguna. Panaderos, constructores… algunas de las empresas de nuestra ciudad basaron su fortuna en esta explotación indecente.

Algunas obras realizadas por presos:

Iglesia del Carmen Barrio Delicias

Artículo de Enrique Berzal para El Norte de Castilla, 14 febrero 2021
Devastada la vieja y sencilla parroquia a causa de un incendio el 18 de julio de 1936, en la construcción del edificio actual trabajaron numerosos presos gubernativos.
La noticia la publicó este periódico el 12 de febrero de 1941, hace justamente 80 años. Aunque los vecinos del populoso barrio de las Delicias habrían de esperar algunos años para ver definitivamente reconstruida su iglesia parroquial, pasto de las llamas en dos ocasiones -el 22 de marzo y el 18 de julio de 1936-, al menos ya estaba lista la toma de aguas. La arenga del rotativo, henchida del nacionalcatolicismo propio de aquellos tiempos, señalaba que «sobre el mismo solar en que se levantaba el anterior, reducido a cenizas por la barbarie de los enemigos de la Religión y de la Patria, se está levantando con las limosnas de los fieles uno de nueva planta, capaz para cubrir las necesidades de aquella feligresía».
Pero lo cierto es que, aparte de las limosnas aludidas, la recuperación del templo estaba siendo posible gracias al empleo de mano de obra presidiaria, producto de la política franquista de Redención de Penas por el Trabajo. Y ello era debido a que, según testimonios de la época, especialmente del párroco, Mariano Miguel López Benito, ambos incendios habían sido provocados por la «turba anticlerical» del obrerismo socialista. El incendio del 18 de julio de 1936, mismo día del levantamiento militar que provocó la Guerra Civil, arrasó todo el templo al iniciarse en cuatro puntos diferentes; casualmente, quedaron a salvo todos los objetos y ornamentos sagrados.
La falta de pruebas sobre su autoría y el hecho de haberse producido el mismo día de la sublevación contra la República explican que nadie osara cuestionar la versión del párroco. Según Orosia Castán, fue él mismo quien denunció a los dos presuntos autores: Andrés Martín Álvarez, de 18 años y afiliado a la republicana Federación Universitaria Escolar, y su padre, Guillermo Martín Sánchez, de 49 y lechero de profesión. Ambos serían fusilados en la Cascajera de San Isidro tres meses después del incendio. La primera piedra de la parroquia, que vendría a sustituir al modesto edificio levantado en abril de 1911, se puso en la tarde del 2 de octubre de 1937.
Al igual que se hizo en construcciones como el primer estadio de fútbol (el «Viejo Zorrilla»), la guardería infantil de la ribera del Gamboa, las reformas en el Matadero y en la Academia de Caballería o las Escuelas de Cristo Rey, para la nueva iglesia de Nuestra Señora del Carmen se empleó a numerosos reclusos acogidos al sistema de Redención de Penas por el Trabajo, establecido oficialmente el 7 de octubre de 1938 pero cuyo funcionamiento había comenzado un año antes, concretamente en mayo de 1937.
Dicho sistema establecía una reducción de condena a razón de un día por cada jornada de trabajo efectivo y buen comportamiento. Se fijaba así un jornal de 2 pesetas diarias para los peones, de las que 1,5 se destinarían para cubrir los gastos de manutención y otros 50 céntimos serían de libre disposición. Si el preso tenía familia en «zona nacional», su mujer recibiría 2 pesetas y una más por cada hijo menor de 15 años, o mayor pero inútil para trabajar.
En teoría, el salario del preso no podía ser nunca inferior al de un trabajador libre, para evitar así conflictos de competencia. En obras públicas o entidades oficiales se establecían 4,5 pesetas de salario al día, mientras que en entidades privadas se remitía a las normas que al efecto hubiese dispuesto la Delegación de Industria. Los presos se distribuyeron así en Destacamentos Penales, Colonias Penitenciarias Militarizadas, Talleres Penitenciarios, Destinos dentro de las propias cárceles y Regiones Devastadas.
Buena parte de los estudios publicados sobre la Redención de Penas por el Trabajo demuestran que este sistema se convirtió en un auténtico motor para la dictadura franquista, al utilizar gran número de mano de obra barata con la que llevar a cabo la reconstrucción de infraestructuras, municipios, fábricas, etc. Además, la realidad que se vivía en aquellos cuerpos de trabajo penado, de la que apenas quedan huellas documentales pero sí testimonios escritos y orales, era mucho más penosa y cruel que la letra de la Orden de 7 de octubre de 1938.
Durante las obras de la iglesia del Carmen, realizadas según el proyecto del arquitecto Ramón Pérez Lozana, falleció en accidente un obrero. La inauguración de la toma de aguas, aquel 11 de febrero de 1941, fue celebrada en el barrio con una misa solemne, una comida y discursos del párroco y del arzobispo, Antonio García y García. Este mismo asistiría también a la inauguración y bendición de la parroquia, el domingo 5 de julio de 1942, que estuvo amenizada con el traslado procesional al nuevo templo del Santísimo Sacramento desde el local que había servido de capilla durante las obras, situado en las antiguas escuelas parroquiales.
Hasta abril de 1949, fecha definitiva de la finalización de los trabajos, el patrimonio de la iglesia se fue completando el patrimonio con las imágenes del Cristo de la Buena Muerte y la de Nuestra Señora de la Soledad, y con el altar del Sagrado Corazón de Jesús. Poco tenía que ver este nuevo y flamante edificio con aquel más sencillo de 1911, pues, a decir de este periódico, ahora tenía capacidad para un millar de personas en la nave central y otras 300 en las capillas laterales los días de grandes solemnidades.

Colegio Cristo Rey (jesuitas)

Se llamó así una institución que tenía el objetivo de reeducar y adoctrinar a los hijos de los rojos asesinados o encarcelados, creada por el jesuita Antonio Fernández Cid, conocido como Padre Cid, confesor de condenados.

Los asilados debían ser hijos de presos y de fusilados con proceso judicial. Los hijos de los desaparecidos o “huidos”, como denominaba Cid a los paseados, no tenían derecho a asilo en su colegio. Para esos niños había otra salida: el seminario, o la mendicidad, o el hospicio.
Cid estaba muy bien considerado en los nuevos círculos de poder, donde incluso se le temía. Se relacionaba con el Presidente de la Diputación, con el Alcalde y con la clase pudiente de Valladolid, a quien abrumaba con sus peticiones.
El colegio se fundó en 1941. Había muchos niños procedentes de Valladolid y pueblos de la provincia, pero el grueso de los asilados procedía de Madrid. Los más pequeños tenían seis años, y los mayores 16 y 17.
El objetivo era reeducarlos en los nuevos valores franquistas, evangelizándolos y adoctrinándolos en la fe católica.

El Padre Cid había demostrado un especial talante en su trato a los condenados a muerte, a los que aplicaba también sus dotes persuasivas. De él se contaba que subía a los camiones con los condenados, vestido de paisano, intentando forzarles hasta el final para que “se convirtieran”. Cuando no lograba que accediesen a confesarse, montaba en cólera y los insultaba y amenazaba. A unos condenados a muerte que iban hacia el paredón.
Rondaba por la cárcel como ave de mal agüero; en Valladolid no se olvidan sus maniobras para lograr que el diputado en Cortes por el Partido Socialista, Federico Landrove López, escribiera una horrible carta en la que se retractaba de sus principios e ideas, a la vez que donaba al Glorioso Movimiento Nacional el grueso de su fortuna personal, en detrimento de su familia (tenía dos niños, la mayor de dos años); o la noche que pasó en la cárcel con el alcalde Antonio García de Quintana, intentando a toda costa que se confesase y comulgase, cosa que esta vez no logró.

Ganada la guerra, el padre Cid sintió la llamada pedagógica. Los asesinatos que se producían a diario dejaban una masa de huérfanos, en los que este cura centró su actuación.
Muchos de aquellos niños tuvieron que escuchar, y no lo han olvidado, que eran la mala semilla, a la que había también que eliminar. Y si bien no se atrevieron a eliminar físicamente a aquellos hijos de asesinados, los torturaron mediante el aleccionamiento, la mentira acerca de sus propios padres y la violencia.

Así pues, el padre Cid consiguió instalar su colegio, al que llamó Cristo Rey, en un chalet situado en la antigua carretera de Gijón, una gran finca cedida por una piadosa viuda que comprendió exactamente los objetivos del jesuita.

Las obras fueron acometidas por una conocida constructora franquista que utilizó a los presos de la cárcel de Valladolid como mano de obra ultra barata. Todo Valladolid pudo ver a los presos levantando colegio y capilla, empezando por los propios familiares, que acudían a ver a sus padres, maridos y hermanos. La comida la llevaban desde la cárcel en enormes cazuelas, transportadas también por presos. Todo un espectáculo que se ha intentado ocultar, del que existe constancia gráfica y testimonial.
Cid contaba con ayudas oficiales: el Patronato para la Redención de Penas por el Trabajo le entregaba 4 pesetas por niño, que sacaba de los salarios de los trabajadores esclavos. Además, recibía dádivas en especie por parte de los ciudadanos acomodados y de las instituciones de la ciudad, que contribuían al mantenimiento de la institución con dinero público, claro.

El colegio Cristo Rey ha pervivido hasta la fecha, modernizado y engrandecido, en su ubicación original. De los centenares de vallisoletanos que han pasado por él, poquísimos son los que conocen el ominoso origen de esta institución, origen ocultado y blanqueado diligentemente por sus propietarios.

Granja Escuela José Antonio

Llamada así en honor del dirigente falangista José Antonio Primo de Rivera, la Diputación Provincial de Valladolid, inauguró en 1945 las instalaciones levantadas en terrenos próximos al antiguo camino de Zaratán, tras varios intentos de poner en marcha el proyecto. La Granja fue inaugurada por el mismísimo Franco en persona, que había acudido a visitar Valladolid el día 3 de marzo con motivo de la celebración de la unificación de Falange y JONS, que se celebraba el día siguiente.

Convento Adoratrices, calle de La Pólvora

Urbanización del Campo Grande

 
Represion Franquista Valladolid

Noticias Federación Estatal
de Foros por la Memoria

Conferencia Ian Gibson Ateneo Republicano Valladolid

Ian Gibson y Orosia Castán en Valladolid

Conferencia Ian Gibson Ateneo Republicano en la universidad de Valladolid

Presentación audio-visual Listado de víctimas del golpe de estado franquista en la provincia de Valladolid

Presentación audio-visual Listado de víctimas del golpe de estado franquista en la provincia de Valladolid

Presentanción en el Ateneo Republicano de Valladolid del Listado de víctimas del golpe de estado franquista en la provincia de Valladolid +info:http://www.represionfranquistavalla...

Tudela 1936

Corto-documental Tudela de Duero 1936

"Corto-documental que narra los hechos acaecidos en Tudela de Duero (Valladolid) en la sublevación militar del 18 de julio de 1936 y la posterior represión.Presentado el día 9 de julio de 2011 en el (...)

0 | 3 | 6 | 9 | 12 | 15