Domingo, 10 de noviembre de 2024|

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Represión contra la familia Juárez Ortega

Quizá lo peor de todo es saber que, siendo como fue una de las familias más represaliadas del pueblo de Tudela de Duero, el caso de los Juárez Ortega no es una excepción. La represión acabó con muchas familias, asesinando a los hijos, hermanos, madres y padres; y eso siendo, como eran, víctimas civiles inocentes e indefensas.

La familia Juárez Ortega se instaló en Tudela de Duero en el año 1917. Habían vivido en localidades muy cercanas, como Aldeamayor o La Parrilla, donde el padre, Bonifacio Juárez García, trabajaba como jornalero del campo, dedicándose sobre todo a las piñas, ya que en esta zona abundan los pinares.

En el año 1920, la familia, que vivía en la Ronda de San Esteban, perdió al cabeza de familia. Quedaba su viuda, Paulina Ortega Sastre, y sus cinco hijos de entre 17 y 5 años:
Raimundo, Carlos, Crescencio, Carmen y Julián Juárez Ortega. Poco más tarde fallecería también el segundo hijo, Carlos, muy joven todavía.

Los Juárez, que eran conocidos con el sobrenombre de “Perreros”, trabajaron duramente para salir adelante. Paulina era una mujer de gran determinación y de ideas socialistas, y todos sus hijos heredaron sus ideas y sus cualidades.

En octubre de 1934 se convocó una huelga general y en Tudela se celebraron varias reuniones en la Casa del Pueblo en las que se decidió seguirla. La huelga duró poco, y en su transcurso no se produjeron daños ni violencias; pero el gobierno de la CEDA, decidido a cortar de raíz cualquier protesta obrera, ordenó la detención masiva de los huelguistas, la clausura de los centros obreros y la suspensión de las organizaciones políticas. En Tudela fueron muchos los detenidos, y entre ellos se encontraba Raimundo Juárez Ortega, el mayor de los hermanos, que a sus treinta años todavía vivía en la casa familiar, puesto que estaba soltero; era electricista y trabajaba en la central eléctrica conocida como El Habanero. En el juicio fue acusado de cortar los hilos telefónicos en plena calle Mayor con la ayuda de Daniel García Sancha, un viejo socialista tudelano que pocos meses más tarde moriría en la cárcel de Valladolid mientras cumplía condena por estos hechos.
Las penas que recayeron sobre los condenados fueron en general muy leves, ya que ni se produjeron hechos graves, ni se pudo demostrar la culpabilidad de los acusados. Raimundo, como la mayor parte de los detenidos, fue condenado a la pena de seis meses de cárcel que cumpliría en la prisión de Valladolid.

En julio de 1936, la Guardia de Asalto, junto con guardias civiles del puesto de Tudela y paisanos armados, entraron en Tudela, detuvieron a la corporación municipal y se apoderaron del ayuntamiento. Raimundo, que ya había pasado por el trance de la prisión, optó por salir del pueblo y consiguió llegar a Madrid, alistándose en el Ejército de la República. Se sabe que estuvo en el País Vasco y que al acabar la guerra se encontraba en Madrid, donde fue asesinado a tiros en plena calle cuando salía de una barbería tras la caída de la ciudad en manos de los franquistas.

Crescencio Juárez Ortega, el hermano siguiente, tenía 27 años y era soltero y molinero. Era un hombre de gran criterio e inteligencia; un socialista leal, hombre de confianza del alcalde Pablo Arranz a quien acompañó hasta el final, hasta el mismo paredón de fusilamiento. El domingo 19 de julio se presentó en el ayuntamiento al escuchar ruidos de camiones y disparos por las calles del pueblo y fue detenido junto con la corporación legal y otros vecinos relevantes. Todo el grupo estuvo detenido en Las Cocheras de Valladolid, desde donde los presos tudelanos fueron a la Cárcel Nueva para el juicio.
Crescencio fue condenado a muerte en el Consejo de Guerra. Lo trasladaron a la Cárcel Nueva y lo fusilaron en la madrugada del 2 de marzo de 1937 en las cascajeras de San Isidro (Valladolid) junto con el alcalde y otros convecinos.
Crescencio estaba comprometido con Petra Nieto, prima de los hermanos Palacín, que serían asesinados por los facciosos.

En Valladolid enterraban a los fusilados en una fosa común a no ser que los familiares pudieran llevar al lugar de la ejecución un féretro, lo que no era frecuente. Pero Petra se empeñó en recoger el cuerpo de Crescencio. Era una mujer fuerte, y en aquellas circunstancias se atrevió a ir a Valladolid, donde consiguió comprar una caja hecha a base de cajas de fruta. En aquellos momentos, mucha gente sin escrúpulos aprovechaba las circunstancias para enriquecerse robando y estafando a los demás.
De los 15 fusilados ese día, sólo Crescencio y el médico Darío de Castro se libraron de la fosa común. Ambos fueron enterrados en el Cuadro 62 del cementerio municipal del Carmen de Valladolid. El penoso trámite llevado a cabo por sus familias permitió mantener localizados sus cuerpos, de manera que años más tarde pudieron ser trasladados al cementerio de Tudela.
Petra logró sortear todos los problemas que se le plantearon. En cuanto pudo, emigró a Cuba, donde tenía unos parientes, y jamás volvió a su pueblo, Tudela de Duero.

En casa de los Juárez quedaban la madre, Paulina, y su hija Carmen, de 23 años, ambas devastadas por el fusilamiento de Crescencio, la falta de noticias del mayor, Raimundo, y la detención del menor, Julián, que también había sido detenido y condenado 30 años de cárcel. A sus 21 años, Julián fue juzgado en el mismo Consejo de Guerra que su hermano Crescencio, al que tuvo que despedir la noche anterior a su fusilamiento. .

Carmen y su madre acabaron detenidas en los calabozos municipales junto con otras mujeres tudelanas. Todas ellas tenían a sus maridos, padres o hermanos detenidos; todas ellas habían intentado ayudarlos, buscando la intercesión del cura Saravia y del anterior alcalde, a los que imploraron que respondiesen por los detenidos, sin conseguir nada. Por estas molestas gestiones y por sus protestas, fueron convocadas al ayuntamiento donde las raparon la cabeza en dos y hasta en tres ocasiones y sufrieron además otros malos tratos. En una de las ocasiones les administraron ricino y a continuación las obligaron a desfilar por la plaza repleta de vecinos, que las insultaron y las vejaron. Testigos de aquellos hechos, que entonces eran solo niños, recuerdan a fecha de hoy la escena entre lágrimas.

Por fin, Carmen fue trasladada a la Cárcel Vieja de Valladolid junto con un grupo numeroso de hombres y mujeres, mientras que su madre era liberada. Los presos fueron trasladados en un autobús que salió de la Plazuela. Había bastante gente mirando, muchos de ellos familiares de los detenidos, asustados por no saber el destino que iban a tener los detenidos. Carmen y las otras mujeres tenían motivos para el optimismo: los fascistas del pueblo estaban actuando de forma salvaje e inhumana; habían asesinado a Felisa Sobas, una chica casi adolescente, tras violarla; habían “paseado” a dos ancianas por el hecho de ser madres de dirigentes socialistas, y durante su estancia en los calabozos todas las mujeres habían sufrido agresiones y amenazas de males mayores. El traslado a Valladolid las tranquilizaba porque las alejaba de aquellos criminales.

Durante el cautiverio de Carmen, su madre fue a visitarla todas las semanas. La acompañaban otras mujeres, familiares de detenidas, que llevaban a las presas ropa limpia, comida y objetos de aseo. Carmen ingresó en la prisión de Valladolid rapada, y todavía sufriría algún corte de pelo más. Estuvo detenida sin juicio ni acusación casi dos años.

Paulina por su parte, quedó coja cuando salía de una de las visitas a la cárcel y fue empujada por un guardia de forma violenta, de tal forma que cayó al suelo y se produjo una lesión de la que ya no se recuperaría.

El resultado final es demoledor: TODOS los miembros de la familia Juárez Ortega fueron víctimas de la represión franquista en diversos grados. El saldo, dos hijos muertos, el hijo menor condenado a 30 años, la única hija detenida y tanto ella como su madre, rapadas y maltratadas.

Quizá lo peor de todo es saber que, siendo como fue una de las familias más represaliadas del pueblo de Tudela de Duero, el caso de los Juárez Ortega no es una excepción. La represión acabó con muchas familias, asesinando a los hijos, hermanos, madres y padres; y siendo, como eran, víctimas civiles inocentes e indefensas, el crimen cometido sigue impune, amparado tras el silencio y la complicidad que el actual sistema construyó y que se mantiene con éxito hasta el día de hoy.

 
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