Lugares de ejecución y asesinato
El mismo sábado 18 de julio de 1936, al atardecer, los golpistas comenzaron a reprimir de la manera más brutal a cuantos ciudadanos pudieran oponerse al golpe de estado. Como es sabido, muchísimos afiliados y activistas de partidos políticos y sindicatos de izquierda se habían reunido en la Casa del Pueblo de Valladolid para intentar oponerse de manera organizada, pero fueron sitiados y no tuvieron opciones de defensa.
Fuera de la Casa del Pueblo, militantes y simpatizantes del radio vallisoletano del Partido Comunista intentaron resistir desde los barrios de Delicias, Pilarica y Santa Clara, mientras los falangistas, la guardia civil y los autodenominados “Voluntarios de España” (casi todos ellos jóvenes militantes de las Juventudes de Acción Patriótica, de la CEDA), patrullaban la ciudad, deteniendo a los republicanos que se cruzaban en su camino.
Uno de los primeros en ser detenido y asesinado fue el concejal y miembro activo del Partido Socialista de Valladolid Eusebio González Suarez, quien había intentado infructuosamente conseguir armas en el Gobierno Civil para entregarlas en la Casa del Pueblo. Fue detenido junto con su esposa e hija cuando intentaba salir de Valladolid y asesinado en los pinares de las afueras de la capital.
Comenzaba así una auténtica “caza del hombre”, asumida por los golpistas, que la llevaron hasta las últimas consecuencias.
Una gran mayoría de los civiles sublevados estaba compuesta por muchachos muy jóvenes, que de inmediato dieron rienda suelta a su agresividad. Creían que la hora de “los puños y las pistolas” que llevaban años esperando, había llegado por fin. Estos jóvenes vallisoletanos, como puede comprobarse, estaban sedientos de sangre, y se lanzaron a las calles ciegos de furia homicida.
El resultado de esta fiebre asesina fueron docenas de cadáveres arrojados por las calles, por los descampados, por las carreteras; reunidos en la Academia de Caballería de Valladolid, las recién creadas Milicias Ciudadanas o Milicias Patrióticas recibían armas, cascos y alguna instrucción militar; algunos curas se presentaron también para entregarles medallas y escapularios: comenzaba la construcción ideológica de La Cruzada Salvadora, aquella en cuyo nombre se podía matar con la bendición eclesial.
Los fascistas vallisoletanos tuvieron fácil la tarea de exterminar a los ciudadanos izquierdistas, pues la mayor parte, los más cualificados para abanderar una defensa de la República, estaban recluidos en la Casa del Pueblo siguiendo una consigna torpe que permitió el apresamiento de todos ellos. Así que, reunidos y detenidos la mayor parte de los oponentes, los sublevados, en plena euforia criminal, fueron arrasando calles, barrios y pueblos a la caza del enemigo.
Quizá el dato que impresiona más es que el número de asesinados por las calles no disminuyó tras estos primeros días de descontrol, como hubiera sido de esperar; al contrario, el número de cadáveres con muestras de violencia (a veces de violencia sádica), aumentaba sin cesar.
Los cuerpos, abandonados de cualquier manera, eran recogidos por vehículos y llevados al Depósito del Hospital Provincial, donde permanecían un tiempo no especificado, pero que podía prolongarse varios días.
Hasta allí peregrinaban padres, madres, esposas e hijos buscando a sus familiares desaparecidos, aquellos que no habían regresado al hogar, o que habían sido detenidos. En el Depósito se llegaron a reunir docenas de cuerpos amontonados a la espera de su inhumación.
Por desgracia, no siempre se anotaba la procedencia de los mismos, lo que unido a la desaparición de cualquier documento o efecto personal, los convertía en cadáveres anónimos, y como tales fueron enterrados.
¿Existieron lugares específicos donde se asesinaba?
Los golpistas no tenían ninguna seguridad de poder salir vencedores, y por eso mismo eran conscientes de que se estaban jugando el todo por el todo. Sabían que si eran derrotados iban a pagar caras sus acciones. Por eso mismo mataron a sus víctimas en descampados y lugares alejados de la vista de todos, abandonando los cadáveres y enterrándolos en fosas comunes, a menudo lejos del lugar en donde las víctimas habían sido detenidas.
Se trataba, en definitiva, de eliminar las pruebas del delito haciendo desaparecer los cuerpos y, sobre todo, las identidades de los asesinados. Y tan bien efectuaron esta labor que a fecha de hoy, en nuestra provincia, la mayor parte de las fosas continúan en lugares ignorados por todos y su memoria se ha perdido.
A pesar de esto, los sublevados utilizaron ciertos lugares más o menos públicos para asesinar a sus víctimas, y estos lugares sí se han conservado en la memoria de los testigos, que contemplaron escenas que no olvidaron jamás.
Tanto en la ciudad como en los pueblos de la provincia, las tapias del cementerio fue un lugar donde se asesinó a las víctimas. Después, éstas eran enterradas en las fosas comunes. Los cuerpos, como puede observarse en los certificados de defunción, rara vez llevaban encima documentos que puedieran servir de idntificación. Tampoco solían llevar objetos personales que sirvieran a la familia para poder enterrarlos con su nombre.
De esta manera anónima fueron enterrados cientos de ciudadanos en las fosas comunes, además de los que acabaron en fosas anónimas, ocultas en las cunetas y montes de la provincia.
En la ciudad de Valladolid se asesinó en las tapias del cementerio y en el Prado de La Magdalena sobre todo; ya en las afueras, la Cuesta del Tomillo y los alrededores del Canal, la Cuesta de la Maruquesa, y los alrededores del Pisuerga, sobre todo el Puente Mayor y El Cabildo, lugar éste donde aparecieron decenas y decenas de cadáveres, fueron los lugares donde los franquistas cometieron sus crímenes.
Aparte estaba el Campo de San Isidro, donde los sublevados ejecutaron mediante fusilamiento a casi 500 ciudadanos, a los que previamente habían sometido a simulacros de juicio.
Ninguno de estos lugares tiene, a fecha de hoy, un solo recordatorio del ultraje cometido contra la República; ni un recuerdo a la memoria de aquellas víctimas, auténticos héroes de la Democracia, que pagaron con su vida la lealtad al gobierno legal.
Llama la atención y escandaliza la pervivencia de símbolos y nombres frnaquistas en las calles de la ciudad y de muchísimos pueblos de la provincia. Ni el conocimiento de la Verdad, ni las instancias a su retirada de la Ley de Memoria Histórica, ni el pundonor de los ciudadanos demócratas, ha logrado todavía su erradicación.
Siete décadas después del alzamiento, ya no caben excusas para no afrontar este estado de cosas. Es necesario recuperar la memoria, y con ella, dignificar los lugares, eliminando aquellos restos que glorifican todavía hoy, a los causantes de aquel drama nacional que fue la guerra civil.