Miércoles, 11 de diciembre de 2024|

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Desaparición de Felipe Aparicio García

Tras la desaparición de Felipe, su mujer, Esperanza Martínez fue amenazada e insultada; el principal motivo era que su marido había sido concejal republicano. El asesinato, cometido con la intención de que permaneciera oculto para siempre, se desveló y los familiares de las víctimas pudieron conocer todo lo ocurrido desde el primer momento.

Felipe nació el 29 de agosto de 1897 en Simancas, hijo de Juan Aparicio y Carmen García. Se casó con Jesusa Fraile con la que tuvo dos hijas, Carmen, en 1920 y Salvadora, en 1923. Su mujer falleció muy pronto y él contrajo matrimonio de nuevo con Esperanza Martínez Esteban, con la que tuvo tres niños: Eustasio, Ramiro y Felipe.

La familia vivía en la calle Cenador nº 1 de Simancas.

Felipe trabajaba como obrero. En mayo de 1936, tras una serie de incidentes ocurridos en las calles de Simancas, causados por las provocaciones de los elementos derechistas de la localidad, el gobernador civil de Valladolid, Campos Torreglosa, nombró una nueva Comisión Gestora para Simancas, y Felipe Aparicio aparecía en ella, por lo que desempeñó el cargo desde el día 12 de mayo hasta el día 20 de julio del mismo año, 69 días que fueron suficientes para que se decretase su asesinato.

Fue detenido por falangistas y guardias civiles el 26 de julio en el ayuntamiento de Simancas y conducido a las Cocheras de Valladolid. Desde allí fue paseado junto con otros vecinos de la localidad. Es de suponer que lo enterraran junto con los demás asesinados en la fosa común 46 del cementerio de Valladolid como “Desconocido”. Hay inscripción fuera de plazo en Simancas.

En casa quedaba su mujer a cargo de cinco menores: Carmen y Salvadora, adolescentes de 15 y 13 años, y Eustasio, Ramiro y Felipe, que tenían 4 años, dos, y unos meses respectivamente.

LA DETENCIÓN

A lo largo de los días 26 y 27 de julio, los falangistas del pueblo citaron a unos veinte vecinos, que se fueron presentando en el ayuntamiento. Felipe estaba entre ellos, y también Vidal Marinero, que había sido concejal de la República ya en 1931.
Algunos de los vecinos citados sospecharon que algo grave podía sucederles, y en lugar de presentarse voluntariamente, se escondieron en los pinares de las afueras, lo que después acarrearía el asesinato de sus familiares como venganza.
Pero los que comparecieron, creyendo de buena fe que iban a declarar ante la guardia civil, se tuvieron que enfrentar a una noche repleta de malos tratos, insultos y vejaciones a manos de los fascistas del pueblo, que con la connivencia de la guardia civil les apalearon sin piedad. Al anochecer los sacaron de las celdas municipales y los obligaron a subir a un camión. Nunca los volvieron a ver.

EL ASESINATO

Felipe Aparicio, junto con los demás detenidos de Simancas, estaba destinado a ser un desaparecido más, como otros miles de detenidos de todo el país. Así lo habían decretado los golpistas de su pueblo. Aparicio era republicano. Merecía la muerte, y para asegurarse, los sublevados debían impedir que fuera sometido a juicio, ya que dada su inocencia, se hubiera salvado.
La solución era el paseo. Mediante el paseo, la persona desaparecía sin dejar rastro alguno, ni personal, ni material, ni documental.
Pero en el caso de Simancas, se produjo un fallo en el crimen que proporcionó testigos; y los testigos fueron quienes relataron lo ocurrido.

Teófilo Hernández Sanz “Rambal”, apareció por sorpresa en el pueblo días después de las detenciones. Rambal había logrado escapar del pueblo en los primeros días, permaneciendo oculto en un pinar cercano. Los fascistas fueron a su casa a detenerlo y al enterarse de su fuga, prendieron a su madre, Regina Sanz, y la asesinaron en las tapias del cementerio. Entonces Rambal se entregó y fue conducido a Las Cocheras de Valladolid, donde se reunió con todos los demás detenidos de Simancas.

Contó que al amanecer de uno de los primeros días de agosto fueron sacados de Cocheras y llevados a un lugar cercano al río Pisuerga, donde fueron fusilados. El se arrojó al agua junto con Luis San José, y los dos pudieron escapar escondidos entre las cañas y el agua. Felipe Aparicio formaba parte del grupo, así como Benito Gómez, Francisco Gómez Rayón, Vidal Marinero y otros.

Solo se recuperó un cuerpo: el de Vidal Marinero Torres, cuyo cadáver fue sacado de las aguas del Pisuerga en las inmediaciones del Cabildo; fue enterrado en la fosa común 46 del cementerio vallisoletano y registrado en el Registro Civil de la ciudad. Ese mismo día (5 de agosto) fueron encontrados varios cadáveres en idénticas circunstancias; junto a Vidal fueron enterrados tres varones de diversas edades, que bien pudieran corresponder a alguno de los vecinos de Simancas.

El cuerpo de Vidal estaba, según se lee en el Registro Civil, en “avanzado estado de putrefacción”, a pesar de lo cual fue identificado por medio de un recibo nominal que portaba.

El asesinato cometido con la intencionalidad de que permaneciera oculto para siempre, se desvelaba de esta manera, y los familiares de las víctimas pudieron conocer todo lo ocurrido desde el primer momento.

LA FAMILIA

Tras la desaparición de Felipe, su mujer, Esperanza Martínez fue amenazada e insultada; el principal motivo era que su marido había sido concejal republicano; pero también que los niños no estaban bautizados, y que ella se encontraba indefensa tras el asesinato de Felipe, lo que propiciaba las agresiones de los más cobardes. Esperanza, amenazada de muerte, tuvo que soportar que sus hijos fueran bautizados a la fuerza; después se los quitaron y mandaron a los dos mayores a Cristo Rey, a Valladolid, donde sufrieron todo tipo de malos tratos de manos del padre Cid, el creador y director de aquel reformatorio ideado para reconducir a los hijos de las víctimas.

Las torturas y malos tratos sufridos a manos del infame jesuita han quedado grabados en toda una generación de niños, los que tuvieron la desgracia de acabar en aquella institución.

Ramiro Aparicio, hijo de Felipe, recuerda el pánico que todos los niños tenían al padre Cid a causa de los malos tratos físicos y de todo tipo que les dispensaba de forma habitual. El pánico le producía incontinencia urinaria, y como castigo por ello, era sacado de la cama en plena noche por el padre Cid quien tras golpearle y vejarle le obligaba a ducharse con agua fría, cosa que llegó a producirse en pleno mes de febrero. Cuando Ramiro debido al frío se arrinconaba en la ducha, era reconducido bajo el chorro de agua helada a base de latigazos.
El padre Cid no se limitaba a insultarlos, sino que les pegaba auténticas palizas con la ayuda de su látigo. Los chicos lloraban y se orinaban encima, tras lo que venía el castigo del ayuno: los mandaba a “la mesa de los manjares”, una mesa de billar situada en el centro del comedor donde les obligaban a ver como comían los demás mientras ellos eran sometidos a ayunos durísimos. En esta situación había niños que se desmayaban.

Los hijos de Felipe estuvieron mucho tiempo en este reformatorio: Ramiro de los 6 a los 7 años en la calle Muro (en las antiguas dependencias del Teatro Hipania, reconvertido en internado por Cid); después fue trasladado a Madrid con las monjas del Amor Misericordioso, a las que Ramiro define como “sádicas” por el trato y los castigos que les infligían, como no darles nada para comer en todo el día y por la noche, como cena, una sardina arenque (en salazón) prohibiendo expresamente que bebieran agua en toda la noche. Por la mañana, los niños sedientos se abalanzaban a beber agua de la taza del váter en cuanto se descuidaban los vigilantes .En Madrid estuvo internado durante dos años, tras los cuales fue devuelto al padre Cid, que ya tenía construido su flamante colegio en la carretera de Gijón, donde permaneció otros dos años sufriendo todo tipo de agresiones, vejaciones y malos tratos hasta cumplir los doce, momento en que abandonó esta institución, al tiempo en que fue obligado a ingresar en su lugar su hermano menor, Felipe, quién permaneció internado dos años, sufriendo igualmente malos tratos.

A los trece años se suponía que estos hijos de rojo tenían que comenzar a trabajar, por lo que fue devuelto a Simancas. A los 13 años trabajaba en el campo como una persona mayor y ganando 7 pesetas diarias para Enrique Zulueta, agricultor que vino de San Sebastián y montó una gran empresa. Su encargado se llamaba Julián y era conocido como “El Ogro”.

La desaparición de Felipe nunca se aclaró. La única diligencia legal fue la inscripción de su fallecimiento en el Registro Civil, realizada el 16 de diciembre de 1944, fuera de plazo. Allí puede leerse que “falleció a consecuencia del Glorioso Movimiento Nacional, habiendo desaparecido de su domicilio el 27 de julio de 1936”. Entre los firmantes del acta estaba Mariano Gañán López, el mismo secretario que en 1936 había sido testigo de las desapariciones y crímenes que se sucedieron en Simancas

 
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